La Cruz nos descubre el sentido del dolor y del sufrimiento

Cristo muere por amor. En su muerte no hay belleza: su cadáver es el de un hombre demacrado, hinchado, con ojos sesgados... un cuerpo sometido al más dramático dominio de la muerte. No es la cruz de cartón piedra que vemos en nuestros templos; no es una talla hermosa de uno de nuestros escultores. Es la aterradora visión de una boca que grita sed y angustia, de unos ojos hundidos y desesperados, de un espantoso dolor.
La cruz es expresión de toda violencia, de toda ceguera, de toda injusticia, de toda maldad. Pero, al mismo tiempo, es la expresión de un hombre que muere por amor a la humanidad, es la expresión del amor gratuito hacia los hombres. El sufrimiento de Cristo en la cruz nos puede mostrar hasta donde llega el amor de Dios, hasta el extremo, nos dijo ayer el evangelio de San Juan. Hasta sufrir la muerte, y una muerte de cruz. En la cruz vemos el sufrimiento de un Dios que ama hasta la locura de la cruz. El profeta Isaías, en la primera lectura nos puede ayudar a entender la locura de la cruz:
Mi siervo va a prosperar,
Crecerá y llegará muy alto.
Así como muchos quedaron
horrorizados al verlo,
porque estaba tan desfigurado
que su aspecto no era el de un hombre
y su apariencia no era la de un ser humano,
así también él asombrará a muchas naciones.

El siervo de Dios, Jesús, vino a salvarnos, aunque para ello tuvo que sufrir la muerte de la cruz. El sufrimiento desfigura la imagen del hombre. Ante el dolor y el sufrimiento se desfigura la imagen de Dios.  La espantosa visión de un hombre torturado me aterra, pero a la vez me robustece. Porque una locura de tal calibre sólo puede hacerse desde un amor infinito, desde un amor loco desde el amor de Dios.  No es la cruz la que nos salva, sino el amor de Jesucristo clavado en ella. Nos ha dicho la carta a los Hebreos: Cristo, a pesar de ser Hijo de Dios, aprendió sufriendo a obedecer. Y llevando a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna. Cristo entrega su vida para darnos Vida. El amor, que es la entrega total de la persona, da vida y libera a la persona del dolor más grande de la humanidad: la soledad. Sentir que alguien nos ama, por encima de nuestros pecados, sentir que alguien nos ama porque sí, gratuitamente. Descubrir que en la cruz de Cristo, en su sufrimiento está la entrega y el sufrimiento del Hijo de Dios que nos ama, nos ama hasta la locura, hasta la locura de la cruz. Por eso, nuestra vida entregada por amor es más fuerte que cualquier sufrimiento.
No podemos cambiar el dolor y hacerlo desaparecer como magos. Pero sí podemos cambiar nuestras actitudes ante el sufrimiento; si podemos cambiar nuestro modo de sentir y nuestro modo de vivir. Jesús nos lo deja bien claro en el evangelio. El que quiera ser mi discípulo, que se niegue así mismo, que cargue con su cruz y me siga. El dolor forma parte de la vida, como la muerte forma parte de la vida. Vivimos para morir. Nuestra vida es un caminar a la muerte. El dolor, la muerte forma parte de la vida. No podemos quitar el dolor, no podemos, no. Pero podemos darle sentido al algo que no tiene sentido. Jesucristo, en esta tarde de Viernes Santo nos ayuda a darle sentido al dolor.
La cruz de Cristo nos ayuda transformar el dolor en vida entregada, en amor que florece en vida. Porque no hay más vida que la del Amor y la del gozo, que está más allá de la muerte y del dolor. Con la cruz, Cristo nos descubre que el gozo está más allá del sufrimiento: está en la alegría de poder dar la vida por amor. Si esto no lo vivimos así, la visión aterradora del cadáver de un hombre asesinado con la peor de las torturas, de un Dios que muere, haría vacilar nuestra fe.
Por tu cruz, Señor, hoy descubro que mi dolor no es estéril. Hoy entiendo que el dolor es escuela de humanidad. El sufrimiento humaniza a las personas, nos ayuda a tomar conciencia de nuestra debilidad, de nuestra precariedad, y eso nos hace más humildes. La humildad es la base para crear una relación de igual a igual, sin prepotencia, sin orgullo, despojado de todo aquello que imposibilita una relación fraternal. Por eso el dolor purifica, el dolor nos hace resucitar de forma nueva, de forma distinta. El dolor nos hace pequeños, indefensos, necesitados, nos humilla, nos rebaja y nos pone en nuestro sitio. La fuerza del hombre se convierte en debilidad, el orgullo se transforma en humildad, el rencor da paso al perdón, la incredulidad a la fe… la muerte se viste de esperanza. La cruz de la vida, nuestro dolor, nos desnuda del orgullo, de la prepotencia y de la autosuficiencia. Desnudo estuvo Jesús en la cruz: desnudo de amigos, desnudos de aplausos, desnudos de milagros, desnudo de homenajes, desnudo de música, desnudo de flores y de velas. Sólo, Él solo. ¡Qué difícil resulta entender en la cruz de la vida la mano amorosa del Padre! ¡Qué difícil resulta entender que esto tenía que ocurrir para que se cumpliera las Escrituras!
Si el grano de trigo no cae en tierra y muere no puede dar frutos”. Es preciso morir a nuestro egoísmo, a nuestras perezas, a nuestras desganas, a nuestras desesperanza… para dar fruto. La entrega precisa de la muerte de nuestro “Yo” de pecado, para que nazca un nuevo “yo” capaz de dar vida.
Pero sólo desde el amor se puede transformar la humanidad, sólo desde el amor va a nacer la vida. Por eso para el cristiano la cruz es salvación. En ella está el amor de Dios llevado al extremo, en ella está nuestra vida. Por la cruz hemos sido curados de nuestras heridas. Gracias a la cruz hoy estamos aquí. Sin cruz no hay resurrección, sin resurrección no hay esperanza. Él hace que no andemos como ovejas errantes, o lo que es lo mismo: Cristo le da sentido a nuestras vidas. La cruz es el sentido de nuestras vidas. Dar la vida es el amor llevado al extremo. Y el amor: transforma la muerte en vida, transforma la oscuridad en luz, transforma el dolor en fortaleza.
La vida es un libro que cada uno vamos escribiendo: una historia personal, única, irrepetible. Un libro lleno de páginas preciosas, otras, sin embargo, están llenas de oscuridad; pero el libro de la vida es más bonito con todas las páginas. Dios reconstruye los trozos rotos de nuestra vida, vasija de barro, una y otra vez. Y la vasija se vuelve a romper, y Dios, con las manos viejas de artesano con experiencia, con mimo, delicadeza, paciencia recoge los pedazos deshechos por la soledad, la humillación, el pecado, la incomprensión, la vejez, la enfermedad, abandono, y remoja el barro de la vida con las lágrimas del dolor y vuelve a dar forma a la arcilla endurecida por la historia personal de cada uno.  Es la historia de la cruz, es el verdadero sentido de este Viernes Santo.
Dios recoge el cuerpo roto de su Hijo Jesucristo, que aprendió sufriendo a obedecer, a cumplir la voluntad incomprensible de su Padre, para hacerlo nuevo, para darle Vida con mayúsculas.
Esta tarde, tarde de Viernes Santo, recojamos los trozos de vida que las aristas de la dura realidad arrancaron de nosotros, abramos el libro de nuestra vida, aquellas páginas de dolor, las páginas que duelen, las páginas que escribimos o escribieron con sangre, aquellas que nos avergüenzan, aquellas que no entendemos su por qué, páginas escondidas en el corazón del  dolor, del pecado, de la sinrazón y, sin pedir explicaciones, sin buscar culpables, sin resentimientos, sin rencores, en silencio… veamos la mano y la voluntad de aquel que, por encima de todo y de todos, es capaz de convertir el barro reseco en arcilla humedecida, la vasija rota en ánfora de esperanza, el pecado en gracia, el leño seco de la cruz en vid que da frutos.

Acercaros, esta tarde de rojo viernes, a la Cruz de Cristo, dadle un beso… pero daros también un beso a vosotros, a vuestra cruz… es preciosa, es vuestra, y es de Dios, por lo tanto, seguro que florece.

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